La dimensión humana de Gran Hermano

Por qué no empezar con una confesión: extraño Gran Hermano. El final me dejó una enorme decepción y un vacío que no logro llenar con nada. Durante meses, el programa no solo me había dado la excusa perfecta para prenderme a la tele cada noche, sino también algo que esperar al día siguiente: recortes, opiniones, análisis, especulaciones y hasta resúmenes de varias carillas para los que no podíamos sentarnos todo el día a ver Pluto TV.

Y, en tren de confesiones, acá va otra: esta edición del programa fue la primera que vi entera. Me costó entender qué me había pasado con esto, porque la dinámica de las redes no basta para explicar por sí misma la masividad de esta edición. Hasta que leí esto que escribió Sergio Olguín y no pude más que suscribir y confirmar: “Todo esto para decirles una verdad que ustedes (…) no están dispuestos a reconocer ni borrachos a las tres de la mañana: que el Gran Hermano está buenísimo. No hay en la televisión argentina nada más entretenido, ni apasionante, ni polémico”.

Quienes así lo entendieron fueron mis hijos, adolescentes poco dados a compartir intereses con sus padres, que en estos meses descubrieron en qué consistía esto de sentarse en familia a mirar la tele. Práctica denostada si las hubo. Denostada antes y resignificada ahora que cada uno dispone de una pantalla individual para elegir lo que quiere sin necesidad de negociarlo. Lo que pasó en mi casa fue una vuelta a mi propia infancia y adolescencia, cuando nos reuníamos, frente al único televisor que había, a cenar y hablar(y reírnos) delo que estábamos mirando.

La tele es vínculo, afirma Marcos Gorbán, uno de los productores históricos de Gran Hermano Argentina. Eso fue lo que nos pasó: desarrollamos un vínculo extraño con un grupo de desconocidos a quienes nos referíamos por sus apodos. Pero hay un rulo más en este caso: si la tele es vínculo, GH es—además— un programa sobre los vínculos. Por eso nos encariñamos con unos y odiamos a otros. Por eso tomamos postura a favor y en contra. Lo sorprendente es que esa toma de postura no era fija, podía cambiar semana a semana. Todo dependía del arco narrativo que siguiera el personaje y ese arco dependía, a su vez, de la historia que el programa (o la producción) decidiera contarnos.

Y acá viene la tercera confesión: en algún momento me ilusioné. En mi cabeza y en mi casa, Gran Hermano abrió conversaciones. Si es cierto que nos obligó a tomar postura a favor o en contra, también expuso nuestras propias contradicciones. Me pasó con Agustín (a quien detesté desde el minuto cero por vende humo y sobrador), cuando puso a Thiago (el pibe cartonero) a leer etiquetas en voz alta porque este le había confesado que le daba mucha vergüenza leer en público y se trababa. Me pasó con Alfa, tipo soberbio e insoportable al que amamos odiar, pero que también podía ser generoso y contenedor cuando alguien estaba mal. Pero ¿por qué me causaba gracia cuando se burlaba de alguien por su forma de hablar? (¿Será que todos tenemos a algún Alfa en la familia y eso formaba parte de su encanto?).¿Por qué bastaba una mínima muestra de empatía o generosidad para emocionarme con el personaje a quien debía odiar? ¿Por qué bancaba a la villana perfecta que traicionaba a sus amigasy me despertaba tanta bronca la piba que se las daba de justiciera y empoderada?

En algún momento, decía, me ilusioné y sentí que había esperanza. Que, en épocas de señalamiento y cancelación rápida, el programa que estaba logrando ratings históricos y había devuelto a los jóvenes al ritual de la tele en familia podía abrir una pequeña (pequeñísima) fisura por donde se colaran los matices, por donde entrara la duda. Que a través de un reality masivo podíamos abrazar la complejidad y dejarnos sorprender. Porque, además, frente a quienes se apuraron a advertirnos que el programa era solo un dispositivo que se “absorbe de forma pasiva” y “entra en las venas como placebo” (el nivel de subestimación, por favor), o que se trataba de un experimento que tenía falopeada a su audiencia, la verdad es que hubo un intento de discutir cosas. Surgieron algunas preguntas. ¿Opinar sobre el cuerpo del otro siempre está mal? ¿Puede una madre dejar a sus hijas chiquitas para lanzarse a perseguir su sueño? ¿Y si lo hace un hombre? ¿La piba que anda con buclera y llora porque se le manchó una pollera solo puede ser tarada? ¿Se puede tratar livianamente a alguien de viejo verde o acosador porque hizo un chiste desubicado? ¿La traición se juzga de la misma manera en mujeres y hombres?

Claro, las preguntas surgían, pero la tele siempre es tele, también hay que decirlo. Y el análisis de estas cuestiones se daban en un panel (el de los analistas, como los llamaba Del Moro) en el que Ceferino Reato trataba de mala madre, mentirosa y corrupta a Romina. O donde Laura Ubfal acusaba a Coti, la chica que se había animado a asumir el papel de villana para jugar a la par de cualquier hombre, de representar‘lo peor de las mujeres’ por envidiosa y traicionera (ese fenómeno que tan bien analiza Lucía Lijtmaer al explicar el arquetipo de La Mujer Única: esto de que se nos endilgue a cada una de nosotras —seamos Coti, Shakira o cualquier hija de vecina— la representación de la totalidad de las mujeres en cada uno de nuestros actos). Y mientras la gente enfervorizada en el estudio le lanzaba un lapidario “tomatelá” a todo el mundo (excepto a Marcos),se dijo que la Tora era mala hija por los roces que tenía con su mamá, que Julieta era hueca y siniestra por odiar a su perrita vieja, y que si alguien como Ariel nos caía mal es porque somos gordofóbicos (reduciendo al personaje a una sola cosa, un obeso incapaz de ser amado u odiado por sus propios defectos y virtudes).

Y así, finalmente, el ganador de Gran Hermano fue Marcos. Por ser callado y bueno. Más que bueno: un ser perfecto, con una cara perfecta, un cuerpo perfecto y una familia perfecta. Perfecta e inalcanzable. No puedo entonces más que preguntarme, como hace la Romi Scalora, “En definitiva, ¿cuál fue la moraleja de este reality? ¿Hay que ser perfecto? ¿No seas menos que Marcos, porque si no sos cancelable? ¿Por qué nos cuesta tanto ver que la gente tiene exabruptos, dice barbaridades, y no por eso son malas personas?”. Algo nos pasa con esto. Vuelvo a coincidir: “Hay como una sensación de todos al paredón, excepto la gente perfecta”. Nos vemos reflejados en el que dice gordo o no puede evitar hacer un comentario sobre el aspecto de una persona, pero en lugar de asumir lo preferimos caerles con toda nuestra saña moral para irnos a dormir tranquilos.

Un reality no es la realidad, tampoco una ficción; es un relato. La realidad no se parece a Marcos, es más parecida al sacado de Alfa, a la oscuridad de Agustín y a la gente rota como Camila. Pero preferimos comprar y armar entre todos el relato del personaje impoluto. Quizás necesitábamos ese relato, algo similar a lo que nos pasó con el Mundial y la Scaloneta. En mi caso, el relato que ando buscando es el que la política no me puede dar. Huérfana de historias en las que creer, a las que aferrarme, decidí (como tantos) entregarme a estacon cierta ilusión. Y también me decepcionó.

“Este es el Gran Hermano de los valores” repitieron hasta el hartazgo. Lo mismo dijo Pacho O’Donnell nada menos que en 2001, tratando de explicarse por qué no había ganado Gastón Trezeguet: “Si Gastón no salió más favorecido, en relación al interés y, en gran medida, a la admiración que había despertado en muchos, es quizás porque la gente, en este momento, no quiere astutos. Es una situación de mucha crisis, donde cada uno de nosotros y el país en su conjunto está buscando gente que de alguna manera represente valores”. Me quedo con la respuesta de Gastón: “90 % de acuerdo. Yo también represento valores”.

Ojalá volvamos, alguna vez, a contarnos cuentos más interesantes. Con personajes llenos de contradicciones, a quienes, por eso mismo, valga la pena defender.

Por Julieta Bielsa

Comparte