Vivir atormentadas de sentido

Empezaba julio y mi amiga Loreley se preguntaba desde Cosas robadas si está bien decir que algo “hace sentido” en lugar de decir que “tiene sentido”. Ella sabe que con esa pregunta me está provocando, claro, porque encima cuenta que fue a investigar a la RAE ―a la que nos gusta discutirle― y a la Fundeu ―a la que le “creemos” un poco más― para confirmar que esto de hacer sentido no es más que una traducción precaria de una expresión foránea. Y con esto me pincha, digo, porque yo laburo de corregir este tipo de cosas y cómo hago ahora para resistirme a la tentación de agregar que hacer sentido viene del inglés “to make sense”: esta cosa que tiene el inglés de meterle la potencia de la acción a todo: qué es esto de que algo tenga sentido, al sentido hay que hacerlo, y hacerlo como esas rubias yanquis que te dicen en las charlas TED que el secreto de la felicidad es levantarse de un salto a las 5 de la mañana, ir al gimnasio, bañarse con agua fría, hacerles el desayuno a los pibes y salir a comerse el mundo con el pelo impecable(todo menos pensar o quejarte, claro, porque ahí fuiste).

Podría arrancar por ahí, entonces, o aprovechar este texto para aclarar que la Fundeu ahora se llama FundeuRAE porque la Real Academia logró absorberla y ganar, de esta manera, otra batalla por el control ideológico (y económico) de la lengua. Porque la lengua es ideológica y es poder y es negocio, lo sabemos (pero se dice poco, ¿no?).Podría adentrarme en esa historia interesantísima o irme por otra rama y hablar de la inseguridad lingüística, concepto que me obsesiona y que está poco estudiado todavía (esto de ir a preguntarle a la RAE si eso que digo yo, que dice mi vecina y que el resto de país entiende perfectamente está bien o no).

Pero voy a resistirme a todas esas tentaciones, porque las preguntas que Loreley plantea son menos lingüísticas que filosóficas. Son dudas existenciales. ¿Tiene o hace sentido hablar como se debe o como nos gusta? ¿Tienen o hacen sentido la realidad inmediata, las campañas electorales, la identificación con la derecha o la izquierda, las internas a cielo abierto, la necesidad de convencer a todos para terminar no convenciendo a nadie? Andar preguntándose esto en un escenario tan desalentador como el actual es el antisecreto de la felicidad, hay que decirlo (no es por ahí, abuelas; charla TED a marzo).

Preguntarse por el sentido de las cosas estaba bueno hace diez años. Entonces era más fácil. Mucho hablar mal de la grieta pero digamos todo: también nos ordenaba. “Los buenos acá, los malos allá”. La cosa simple. Fue duro pero fácil, también, en 2018. Dos colores, dos pañuelos, marcamos la línea acá, con esto no se jode, fijate vos de qué lado te parás. Ahora es todo mucho más difuso, más complicado. Ya no hay dos lados, sino tres. O más. Y todos un poco más corridos hacia una de las dos veredas, que hasta hace poco era la del Lado Oscuro. Ahora no se sabe bien. Nadie habla de futuro y es todo presente, un presente denso, ubicuo, insoportable.

Y acá estamos, preguntándonos. “Que gane el sentido común”, reza un eslogan de campaña. ¿Qué será eso, no? Un poco me dan ganas de ponerme el monóculo y citar a Gramsci, por la distinción entre “sentido común” y “buen sentido” (“el sentido común es un concepto equívoco, contradictorio, multiforme, y referirse al sentido común como prueba de verdad es un sinsentido”), pero no voy a hacerlo (mentira, ya lo hice). No debería hacerlo, porque esto no es un ensayo sino una columna totalmente autorreferencial y porque, en definitiva, a quién le importa.

Vamos entonces con la autorreferencia: el otro día vi Blondi, de Dolores Fonzi. Me gustó muchísimo. Y me dejó pensando mucho también. Sobre todo en el personaje de Carla Peterson: Martina, la hermana seria y responsable de la protagonista, con trabajo fijo-marido-hijos, que después de cumplir años desaparece durante varios días y detona un caos familiar. Y cuando vuelve, encima, dice que no extrañó a nadie. No solo al pesado del marido; tampoco a los hijos. La pregunta que hace Martina al contar esto (¿a vos te pasó alguna vez?) me conmovió por otra pregunta que alguien nos había lanzado como granada en una sobremesa, días atrás. Tras escuchar varios relatos de vacaciones arruinadas por conflictos con hijos, una amiga se atrevió a enunciar lo siguiente: “pero, pregunto, ¿para qué se tiene un hijo, entonces?”.

Silencio. Nadie pudo elaborar una respuesta convincente.

La pregunta por el “para qué” de algo es, en definitiva, la pregunta por el sentido. ¿Hace sentido, ya no traer hijos al mundo, sino simplemente tenerlos?¿Somos más o menos felices teniendo hijos? Si esto de andar haciendo personas nuevas nos va a llenar de miedos, cuestionamientos, conflictos e incertidumbre, ¿tiene esto algún sentido?

Hace unos días, mi gato empezó a vomitar y maullar distinto. Cuando quisimos llevarlo a la veterinaria descubrimos que se había ido de casa. Hasta hoy no apareció. ¿Hace sentido tener un gato que no solo no nos da nada a cambio, sino que de golpe se convierte en otra fuente de angustia? No lo tiene.

Esta mañana mi vecino me dijo que se despierta todos los días a las seis con los ladridos de mi perro y que se va a “enfermar de los nervios” por su culpa. Mientras el vecino me dice esto, el perro en cuestión está destrozando una maceta en mi patio, a unos metros. Lo pienso y refuerzo: no tiene sentido tener un perro.

Y sin embargo.

Creo que, a veces, el presente es el reino del sinsentido. Que no hay respuesta a la pregunta de si algo que está pasando ahora hace o tiene algún sentido. Que quizás se necesita tiempo y distancia para convertir este presente en un relato que le sentido a todo esto, dentro de un contexto más amplio.

Vivir atormentadas de sentido, como dice Fito, es ―seguro― la parte más pesada. Tal vez no se trate de preguntarse si algo tiene o hace sentido, sino si vale la pena. Y ahí la respuesta será múltiple y personal. Porque siempre habrá penas que valen y penas que no.

Por Julieta Bielsa

Columna «Cosas Mías»

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