Crónicas del barrio: pasame el matafuegos

Por Julieta Bielsa

Traeme un balde de agua o de arena
O pasame el matafuegos
El incendio está cerca
Y no voy a quemarme
Sin antes pelear

Fuego, fuego, fuego, fuego, fuego, fuego
Estamos enfermos
Perdonennós
Perdonennós
Si estamos enfermos
Perdonennós
Perdonennós

Lunes, 3 de enero de 2022

Volvió el calor. Sofocante, otra vez. Me pongo a laburar de mala gana, enciendo el acondicionador de aire y sufro por el resfrío que no va a desaparecer nunca.

Me dicen que en el pueblo van a estar hisopando hasta las 5 de la tarde. Termino de trabajar y me voy para la plaza principal. Hubo colas de gente todo el día. Cuando llego solo hay cinco personas, ya están por terminar. La chica que hace los hisopados avisa que solo va a testear sintomáticos, que al resto no, porque se hizo tarde y ya no hay reactivos.

“Juli, ¿vos tenés síntomas?”, me pregunta. Le contesto que solo un resfrío. Y me sorprendo. No puedo evitar sentir cierta incomodidad cada vez que alguien a quien no (re)conozco me dice “Juli”. Estoy ante una persona que sabe quién soy y me trata con confianza. Pero yo no sé quién es. ¿Qué sabrá de mí? ¿Cuánto sabrá de mí? La escaneo con la mirada. Imposible identificarla: está totalmente cubierta. Máscara, barbijo, el coso ese que cubre todo el cuerpo. Con el calor que hace debe ser un sauna viviente. Pobre chica. Cómo aguanta.

Hablo con la persona que está delante de mí. Un poco a los gritos por la distancia y los barbijos. Me cuenta que tuvo fiebre. Que le da miedo el contagio porque su hijo no se puede vacunar: con la primera dosis tuvo una reacción alérgica y varios días de internación. Se brotó todo, fue un calvario. Qué mala suerte. Mirá que justo ser alérgico a la vacuna…

Hablamos y transpiramos. Muchísimo. Cuando me toca mi turno me siento frente a la chica de los hisopados. Se la ve cansada. Le digo alguna pavada sobre el calor y le pregunto si pasó mucha gente por ahí hoy. Me cuenta que sí, que no da más. “Tengo que cortar acá porque estoy haciendo esto desde las 7 de la mañana sin parar, no tuve relevo, ni siquiera pude almorzar”. Le pregunto si tiene algo fresco para tomar. Me contesta que no.

Sale el resultado de la mamá del chico alérgico, que espera sentada a unos metros. Positivo. Me dan ganas de abrazarla. Ella se va, yo espero el mío. Negativo. ¿Qué tengo que hacer entonces? ¿Aislarme? “No, controlate los síntomas y si seguís así volvé a hisoparte”.

Le pregunto a la chica de los testeos si piensa quedarse un rato más, para alcanzarle agua o algo fresco. Me dice que no, que gracias, que ya se va.

Me vuelvo a casa con ganas de llorar. Por la mamá positiva y el chico alérgico, por los cuarenta grados a la sombra, por la angustia, por el cansancio acumulado. Pienso en los turistas que puteaban en los centros de testeo hace unos días y en la chica del pueblo que se bancó sola, durante horas y desde una mesita en la plaza, todo ese calor, todo esa angustia y todo ese cansancio multiplicado por todos los sudores de gente contagiada.

Mientras camino, suena el teléfono. Es mi mamá, quiere saber cómo estoy. Le digo que bien, que “negativo”. Le cuento de la cantidad de gente que está aislada en el pueblo, le hablo de la chica de los hisopados; supongo que transmito angustia. “Mañana vuelvo temprano y le alcanzo algo para tomar”, le digo. “Vos dejá de preocuparte tanto y descansá”, me contesta.

Vos dejá de preocuparte tanto y descansá. No es un consejo: es una orden. Me viene a la cabeza una frase de Faulkner, que en realidad leí en una hermosa columna de Leila Guerriero. La columna es una reflexión sobre el cansancio y la frase de Faulkner habla de la depresión sin nombrarla: “Entre la pena y la nada elijo la pena”. Leila concluye: “El cansancio proviene, claro, de no saber cuándo termina”.

De no saber cuándo termina.

Sábado, 8 de enero de 2022

La semana que se termina fue toda igual. Todo calor, covid y cortes de luz. Y cansancio. Por el calor, el covid y los cortes de luz. En loop eterno.

A la noche se corta la luz, una vez más. Ya nadie se sorprende. Espero unos minutos antes de buscar las velas. Cuando al fin me levanto a buscarlas todo se ilumina. Los vecinos aplauden. Bueh, menos mal. Salgo otra vez al patio y mientras me acerco a la mesa ─el tablón que pusimos entre dos fresnos bajo una guirnalda de lamparitas─, la luz desaparece, otra vez. Se cortó de nuevo. Parece joda.

Nos quedamos sentados en la oscuridad del patio, sin hablar. Tengo muy poca batería en el teléfono. Mi hijo propone: salgamos a dar vueltas en auto. ¿Qué? ¿Para qué? “¿No sabés que la gente, cuando se corta la luz, sale a dar vueltas por el pueblo?”. ¿En serio? Mi marido confirma que sí, que eso es lo que hace la gente. Me parece ridículo. Los dos insisten. Me convencen. Nos subimos al auto. Damos vueltas por el pueblo.

Pasamos por el parque que está detrás de la estación. Hay mucha gente sentada en reposeras y lonas sobre el pasto. A oscuras. “¿Y esto?”, pregunto. Me entero de que había un evento organizado por la comuna; esta noche pasaban por ahí los Reyes Magos. ¿El 8 de enero? Pero claro. El show de los Reyes solo se puede hacer un fin de semana. Digo que esto también me parece ridículo, se me ríen. Hoy aprendí dos cosas: que hay que salir en auto a pasear por el pueblo cuando se corta la luz, y que los niños pueden disociar lo que les cuentan que pasa el 6 de enero (pastito, agua, camellos, regalos y magia) de la presentación estelar de los Reyes, dos días después, en el parque de la estación.

Damos la vuelta al perro una vez más. Volvemos a pasar por el parque: la gente sigue ahí. De pronto se hace la luz. Aplauso general. La perseverancia del público tiene recompensa.

Cuando llegamos a la esquina, cruzamos a los Reyes en camioneta. Avanzan a toda velocidad: tienen que volver rápido, antes de que los pibes se aviven. Detrás corre el chico del sonido, igual de apurado.

El tiempo es fugitivo / no vuelve, corazón cantan los Killer Burritos en un temazo que apareció esta semana y que me devolvió la fe en la vida. Así de intensa, así de exagerada soy. “El tiempo es fugitivo y es ahora”, dice Coki.

El tiempo es fugitivo. Y el cansancio proviene, claro, de no saber cuándo termina.

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