Desperté antes que sonara la alarma. Antes del amanecer.
Dormí pocas horas, luego de pasar una noche muy rara que relataré en otra ocasión. Logré despabilarme lo suficiente para salir sigilosamente de la cabaña.
Afuera estaba oscuro aún. El mar se escuchaba muy lejos, cosa que me sorprendió porque horas antes parecía que las olas rompían casi en la puerta.
Descubrí que, además de la bajamar, también había un arrecife muy alejado de la orilla lo que producía un arrullo, más que un bramido.
Cámara en mano, me fui a sentar en la arena. A la espera. No sabía la hora exacta en que febo debía asomar.
Acomodé mis isquiones y me dediqué a observar. Ví que hay varios agujeros en la zona así que me quedé quieta, con el dedo listo para disparar. A medio metro podía “cazar” con el lente a un pequeño cangrejo, que estaba obstinado en sacar arena de su cueva… de arena.
En esas tareas estaba, esperando al sol y a mi amigo de las pinzas, cuando la veo aparecer.
Viene caminando por la playa pero no está paseando. Camina algunos pasos y se detiene a levantar cosas de la orilla. Mi vista no es la de antes, pasando los 40 es inevitable, así que espero que se acerque.
¡Algas!. Ella junta algas y las va guardando en una bolsa. Pero no cualquiera, la selecciona. No pasan dos minutos y veo acercarse a más mujeres. Hacen la misma tarea. Algunas se saludan, supongo, porque no
hablo suajili. Las que no tienen bolsas, apilan las algas sobre una tela que luego atan con dos nudos y cargan sobre su cabeza.
Así que dejé de lado al cangrejo y las fotografié a ellas.
Todas están cubiertas de pies a cabeza, aunque no usan velo. Usan un turbante -que ayuda a sostener la pesada bolsa- y vestimenta que las protegen del sol. Dependen de los horarios del mar para cosechar. Porque
no solo levantan lo que deja la marea en la orilla, sino que también tienen sectores donde las cultivan.
Horas agachadas con el agua a las rodillas, o la cintura, bajo el sol que pela, para reunir toda las mwanis que puedan y luego venderlas.
Aguas turquesas, cálidas, playas de arenas blancas, paradisíacas. Aguas que disfrutan solo los turistas. O por lo menos eso fue lo que vi durante los 3 días que estuve en Zanzíbar.
Por Vero Yáñez
Texto incluido en el libro «Perras Negras» Volumen I
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